jueves, 26 de febrero de 2009

HADAS

La cosa empezó como sigue: Jack apareció de golpe en un lugar indeterminado, parecía una calle desierta, todo lo más. Multitud de papeles por el suelo empezaron a ser agitados por un viento fantasmal. En la mente del Malkavian se materializó uno de los miedos más atávicos arraigados en su interior. Allí estaba, en todo su esplendor, dispuesto a avalanzarse sobre él. Y escuchó, retumbante, una frase taladró su cerebro.

—¿Quieres ser mi amigo? ¿Quieres ser mi amigo? ¿QUIERES SER MI AMIGO?

Jack gritó. Gritó hasta que escupió los pulmones. Y empezó a correr, sin dirección, huyendo del payaso con colmillos. Sintió cómo se estampaba contra una farola.

— ¡aaaaaaaaaaaaaAAAAAAAAAAHHHHHH!

¡Clonk!

—¡Pastelito! —Iris estaba subida a horcajadas sobre Jack y atizándole con un despertador.

—¿Taaaartita? El payaso me come… quiere ser mi amigo… —murmuró el Malkavian.

—Te violaría ahora mismo, Pastelito, pero hay alguien esperando para entregar un mensaje.

—¿Ein?

Jack se incorporó. En el alféizar de la ventana se encontraba una criatura que recordaba vagamente a un elfo, con orejas de punta, pelo negro recogido en un moñete, vestido con prendas ligeras y acuclillado.

El elfo, o lo que fuera miraba con curiosidad. Deslizó las piernas y se sentó.

—¿Es normal dormir con un hacha, una colchoneta de playa, dos fregonas y una fuente de pinchitos de gambas? —inquirió.

— De lo más común —aseveró el Malkavian.

—Ahm. Mi nombre es Khab’ez’ah’Polh’llo, podéis llamarme Khab.

Jack y Iris se miraron. Iris juntó las manos sobre la boca en actitud reflexiva. Jack se pinzó el puente de la nariz.

—No… —murmuró—. Tan fáciles no —dijo con una sonrisa.

—Me envía el príncipe Jhaleb de Arkadia.

—¿Lo cualo? —dijo Jack.

—Un gran rábano —apostilló una voz suave desde el piso de abajo.

Silencio.

Grillos.

—¿Eso ha sido un chino? —preguntó Khab.

—Estimado Kabezapollo —dijo el loco—, eso precisamente ha sido Champú, donde quiera que esté el jodío.

—bueno, que nos desviamos del tema —dijo el feérico—. El príncipe me ha ordenado entregaros esta nota.

Jack la cogió y en su mirada apareció un atisbo de comprensión. Después se le pasó.

—Bueno, esto… ¿y qué hago con este… ehm… champiñón plano, querido Kabezapollo?

—Meterlo en el DVD, claro. Por cierto, ¿tú hablas feérico?

—No ¿por?

—Por lo bien que pronuncias un nombre y tal… Oye, huele a churros.

—Iris, ¿es champú, verdad?

—Sí Pastelito. Está con Alice en la cocina. Le enseña a cocinar, creo.

—Hasta el fuego del dragón encuentra utilidad en los churros del destino —anunció una voz en el piso de abajo.

—¿Has desayunado? —le preguntó Iris a Khab.

—No desde esta mañana —anunció éste bajándose de la ventana.

Bajaron. Iris por la escalera y Jack por la barandilla. Khab, por su parte hizo surf por los escalones con la colchoneta de playa, encogiéndose de hombros.

*

Ángelus se encontraba en ese momento en pleno deleite. Su contendiente era hábil, muy hábil y sabía manejar bien el acero. Katana contra katana. Su enemigo era un individuo de metro sesenta vestido ala usanza militar: pantalones de comando, camiseta y gorra. En el brazo izquierdo llevaba adosado un kote con estrías, blindado, destinado a mellar los filos de las espadas.

Lanzó un rápido ataque seguido de una serie de estocadas rápidas. Ángeluso las detuvo con su hoja.

El metal resonó en el viejo convento. Giraron, estudiándose. Ángelus bajó el filo, haciéndolo silbar en el aire. Habían empezado a luchar en la capilla de Saint Cyr, situada en un convento cluniacense vacío, en ese momento, por reformas. Siguieron por el atrio, hasta llegar al patio del claustro. Entre ellos había una fuerte baja de mármol gastada por los años de erosión hídrica.

Y ahora daban vueltas en torno a esa misma fuente midiéndose. Ángelus estaba disfrutando como no lo hacía desde su último combate contra un poderoso Tremere.

El tipo aquél era bueno. Bastante bueno. Usaba un kenjutsu muy depurado. Al parecer debía ser del clan Brujah, calculó. Rápido y poderoso; y astuto además. Lanzó un ataque. Ángelus lo evitó y dirigió un golpe a su hombro, pero el oponente lo detuvo con el brazal y un buen juego de pies.

Ahora le tocaba atacar a él. Empezó con una serie de complicadas estocadas rápidas con el filo, en molinete, para cambiar la secuencia a mitad pasando a estocadas de punta, una patada súbita a la rodilla que el contrincante no pudo evitar y un corte a la cabeza, parado con el kote; rodó el Brujah hacia atrás, se incorporó y se lanzó al ataque con espada y puño. Aquello fue rápido. Mucho. Ángelus, un vampiro experimentado en la lucha, se las vio y deseó para detener todos los golpes. Algunos, los menores, le alcanzaron, ocasionándole tres cortes, en pecho, brazo izquierdo y pierna derecha. Y uno que no había calculado. No lo había visto. El corte de su mejilla, por el que se deslizaba un hilillo de sangre, se cerró instantáneamente. El golpe de gracia vino a cámara lenta. Recibió un potente revés en la cara. Detuvo con el brazo derecho la hoja que volaba hacia su cuello; vio venir una patada al pecho para hacer que se desequilibrara. Trazó un plan en lo que un cuervo tarda en determinar si algo es carroña o no (dos segundos). Llevó la espada hacia atrás todo lo que le dio el brazo, con la punta mirando hacia delante, y se dejó caer sobre una rodilla. La espada salió disparada entonces como un resorte mientras el brazo derecho subió rápidamente y agarró un tobillo del sorprendido Brujah. La hoja penetró por la ingle derecha y ascendió. Ángelus empujó, incorporándose, y lo abrió en canal. Conforma su katana se vio liberada, la hizo girar, asiéndola del revés con un rápido gesto de la mano, y con un solo movimiento decapitó al petimetre.

Limpió su katana y la guardó en un bolsillo de sombras.

De pronto la sacó de nuevo, giró sobre sí mismo con la hoja paralela a su cabeza apuntando hacia delante, el brazo derecho con las garras sacadas, extendido. Allí, en una columna, una figura aplaudió como los malos de las pelis.

—Magnífica actuación, Chateaunoir —dijo una voz procedente de la oscuridad de la capucha. Era apenas un ronco susurro.

—¿Y tú eres? —inquirió sin relajar un ápice su postura. Las sombras se empezaron a arremolinar alrededor de su interlocutor.

—Mi nombre carece de importancia. Pero puedes llamarme… Myto, y con eso ya vale. No le voy a entretener, no sea que pierda el control de sus sombras —dos ojos blancos, sin pupila, brillaron, divertidos, en el interior de la capucha—. Estoy aquí para entregarle un mensaje. Del príncipe Jhaleb.

Ángelus bajó la espada.

—¿Quién?

—Látigo.

—Haber empezado por ahí.

El encapuchado señaló a la fuente. En ella había un patito de goma. Cuando Ángelus volvió a mirar al frente no encontró la figura encapuchada.

El pato wygueó. Y nadie lo había tocado. Se bamboleaba, feliz, en el agua de la fuente.

*

Roke percibió que algo se movía en su dojo. Se ofuscó rápidamente. A su izquierda le susurró su entrenado instinto. Cuatro shuriken abandonaron sus manos. Se clavaron profundamente en la pared y el tatami, con una enorme fuerza. A su derecha, frente al panel de armas, figura de muy baja estatura, mirando a través. Lanzó tres cuchillos. La figura ya no estaba allí. Los evitó echándose a andar en actitud de paseo despreocupado. Muy inglés, de hecho. Llevaba un bombín, largas patillas pelirrojas, una pipa de la que salía un olor profundo, como a hierba mojada, y vestía una camisa, pantalones verde oliva con tirantes rojos, y botas.

Roke pensó. Bajó su ofuscación. La criatura, de rostro ancho y franco, arrugado y con ojos chispeantes, le guiñó.

—Buenas noches, señor Rikimaru. Mi nombre es Walter MacFolsworth O’Doherthy Anderson-Lake Climber III, un placer conocerle y servirle, a usted y a su clan.

—Esto… —dudó un momento el Assamita— encantado…

—Se preguntará sin duda qué hago aquí, obviamente, tan obvio como que la bonanaza de los aguaceros en la primera quincena de mayo mejora considerablemente las cosechas, sobre todo las de malta verde y lúpulo indispensable para una buena zaerveza de doble fermentación, oscura y turbia. ¡Ah!, una buena cerveza, una chimenea y una tarde de otoño con una buena pipa de embriagador tabaco húmedo de Gunter Hans Fritzdaniel MacCollinson Flake, sí señor… ¿si? —preguntó educadamente al ver al asesino alzar tímidamente una mano.

—Una preguntita, así tonta y tal… esto… ¿qué narices hace usted en mi refugio?

—¡Ah! Claro, claro, muchacho, disculpa. Vengo a traerle un mensaje del príncipe Jhaleb Ur Amiel Tor Gowen Tillsbraith Oberonius Klenkel Flurtë, también conocido como Langlius Atronius Tillsbraith Icarius Gillian Oberonious.

—¿Mande?

El tipo dio una larga chupada a la pipa y dijo:

—Látigo.

De la pipa empezó a brotar un espeso humo.

*

Marôuk esquivó tres árboles en su veloz carrera monte abajo. En su forma de puma saltó de una roca alta, sintiendo del viento en el pelaje. Sacó las zarpas y se enganchó en un alto abeto. Se impulsó y cayó al suelo, sobre el agua del arroyo sin apenas despertar sonido alguno. Reconoció la refrescante sensación del agua en las patas almohadilladas. Saltó hasta una piedra cercana. De pronto captó un olor extraño ajeno. Le sonaba a feérico, parecido al de casa de Látigo, pero más picante. Delante e él. Una sombra cruzó rauda. La siguió. Un grito en el suelo. Saltó, se apoyó en un troncó, rectificó y se impulsó hacia otro para volver a impulsarse en un tercero. Corrió. Corrió como el viento entre los resquicios de las grietas de montaña. Fue subiendo, siguiendo aquel rostro de olor feérico. Saltó de galayo en galayo. De pronto una planicie; se encontró cara a cara con la criatura. Parecía ser una pantera negra de ojos tremendamente verdes e hipnóticos. De su izquierda pendía un elemento extraño que parecía ser una trenza de cabello negro y cuentas de abalorios. De pronto obró una transformación. Apareció una mujer; de aspecto cherokee, de ojos grandes y de un inquietante color verde. La trenza le enmarcaba la mitad izquierda del rostro.

—Marôuk Flechanegra —habló—. Te traigo un mensaje.

Y empezó a entonar una canción con voz grave y aterciopelada.

*

Claudia y Darién caminaron como la pareja que eran, felices y enamorados, por la lujosa galería. Al poco de entrar aparecieron los guardias de seguridad. Ella se había empeñado en acompañarle a este “trabajo”. Estaba dispuesta a hacer frente al Yacaré. En cuanto aparecieron los de seguridad ella sacó de las sombras una espda larga castellana, más contundente que una ropera. Darién optó por dos Ruger .22 y disparó a los que venían de frente. Claudia asestó dos golpes rápidos con la espada.

De la centralita de vigilancia salieron cinco hombres con escopetas automáticas. Darién impuso su voluntad y no se escucharon los disparos que, de otro modo, habrían retumbado por el lujoso hall. Cuatro disparos, cuatro muertos. El último despachado por Claudia. De pronto un guardia salió del cuarto de baño y disparó sobre la Lasombra. El cuerpo sobrenatural de ésta absorbió el disparo. Instantes después ese hombre era ensartado con un adorno romo cercano al techo, a cuatro metros del suelo, rematado con unas grandes púas.

Olía a selva profunda; el Laibón era ahora El Yacaré, la Bestia Sanguinaria del Templo Rojo. su mirada era afilada, como la del animal que le daba nombre. Su sonrisa, depredadora y colmilluda como tal. Continuaron subiendo pisos y arrasando toda resistencia. Si bien El Yacaré no hablaba sí cogía a Claudia de la mano. Se estremeció al principio; no era Darién, pero tampoco le era desconocido del todo. Era como acompañar a un vampiro en frenesí con la Bestia adueñada de su ser pero algo más controlado. Claudia empezó a entender al Yacaré.

Salieron del ascensor. Conforme pasaban por el pasillo un hombre, guardaespaldas, se asomó. Craso error. Claudia sacó una daga y le cercenó el cuello sin detenerse ni aminorar el paso. Tan solo el roce de la hoja y el chorro de sangre; la Lasombra pasó como una exhalación. Las sombras empezaron a acudir.

Tres pisos más arriba el Yacaré daba cuenta del objetivo. Claudia experimentaba una euforia digna de un frenesí berserker y se estaba alimentando de un guardaespaldas. Casi todo el edificio rezumaba oscuridad, por las paredes, chorreando como petróleo, por las escaleras, las negras aguas de la perdición, bajo las puertas, como el humo del un incendio del alma.

Yacaré le arrancó la garganta al hombre y la devoró. Acto seguido le arrancó el corazón. Claudia, manchada de sangre en la cara y manos, lo vio y se acercó lentamente. El brillo verdoso de los ojos del vampiro, de la Bestia Sanguinaria refulgió en un destello de reconocimiento. Le tomó las manos con el corazón entre ellas, y ambos bebieron la sangre contenida en el abrasador órgano en una comunión animista y sanguinaria.

Al poco salieron de sus respectivos trances. Claudia lo miró todo en derredor con una ceja arqueada, interrogante y admirada.

—Impresionantemente… eficaz.

En ese momento Darién salió del cuarto de baño. Sus tatuajes se habían calmado y él ya se había limpiado.

—¿Seguís queriendo conocer al Yacaré? —le preguntó el Laibon cogiéndola de la cintura.

Abrió la boca para contestar pero todo lo que pudo hacer fue besarlo.

—Disculpen la intromisión.

Claudia enarboló la espada. Darién sacó sus cuchillos. De un punto en sombras del despacho salió una figura de unos dos metros y medio de alto, de piel azulada y una breve cornamenta. A su costado pendía una gran espada ancha. Tenía un aspecto un tanto azorado.

—Mi nombre es Roederick Grundstrom, linaje Troll. Vengo a entregar un mensaje del príncipe Jhaleb —anunció entregándoles un ciliíndro metálico verdoso.

*

Donser trasteaba en su banco de pruebas. Llevaba puestas unas gafas de soldador y las últimas chispas anaranjadas se apagaban en el suelo. Escuchó un ruido.

—Sal de ahí, vamos —dijo en tono condescendiente sin dejar de prestar atención al banco.

Un tipo de cara cenicienta pero atemporalmente joven con larga cabellera blanca, al igual que las anormalmente largas patillas que le llegaban más abajo del rostro, salió de donde estaba.

—Eres un Nocker, ¿correcto? —inquirió el Nosferatu.

—Ajá. Me llaman Taliesin. De Avalon.

—Entregar un mensaje del príncipe…

—Zumbado Butanito… —completó el Nosferatu.

—¿Disculpe? —preguntó el Nocker sobresaltado.

—Látigo. Vale, sí. Ponlo donde puedas, anda —dijo sin apenas prestarle atención y haciendo aspavientos impacientes con la mano libre.

El hada depositó una bola de cristal verde y negra en una mesa. Se acercó al Nosferatu y observó un rato.

—Mira, grisucho, si vas a quedarte aquí al menos colabora. Pásame aquél destornillador y ponte unas gafas de soldar. En la tercera estantería, junto a los plátanos. Y unos guantes.

1 comentario:

Jack Ryder dijo...

Me cae mal Khab. Con Ángelus todavía, ¿sabes?, porque aunque me las pone también un huevo de fáciles, en cierto modo sólo son fáciles si estás tan desquiciado como lo estoy yo.

Lo de Khab era taaaan obvio que hasta... no sé... hasta...

... HASTA ÁNGELUS lo habría sacado, fíjate!





¿eh? ¿la palabra de verificación? "surer", vaya, pero es que como era tan obvio que son las iniciales de "Soy Una Rumbera En Rústica" suponía que no hacía falta ni decirlo.